En este texto se atribuirá al lenguaje museográfico un potencial idéntico al de cualquier otro lenguaje. Se parte de la tesis de que el lenguaje museográfico no es diferente a los demás y goza de los mismos activos que cualquier otro lenguaje completo y autónomo: se trata del resultado de un proceso creativo llevado a cabo por un equipo experto en base a unas ciertas reglas, técnicas y recursos propios —que incluso en ocasiones son endémicos—, un producto final que se denomina exposición y en un entorno que llamamos sala o museo y que en el caso del lenguaje museográfico tiene una relevancia particularmente especial, si cabe. Los museos de ciencia contemporáneos podrían entenderse, por lo tanto, como unos espacios especialmente singulares que pretenden divulgar ciencia empleando los recursos de un lenguaje autónomo y singular denominado lenguaje museográfico.
A continuación se relacionan con el lenguaje museográfico en particular las características que anteriormente se destacaban para los diferentes lenguajes en general:
- Unas reglas: algo que caracteriza a los museos de ciencia más importantes es su capacidad para seguir procesos bien reglados y profesionalizados en el desarrollo de las exposiciones. No obstante es preciso reconocer que no se trata de una práctica ampliamente generalizada. Se acusan en este aspecto las carencias de una adecuada academización del lenguaje museográfico, así como las dificultades que existen en el sector para unificar algunos criterios básicos de la profesión —incluso a nivel terminológico— a fin de describir e instaurar socialmente una profesión de museísta[1] con su propia identidad que trascienda o complemente la cualificación propia de un conservador, de un comunicador científico, de un pedagogo, de un científico, de un diseñador, de un archivero o de un documentalista; por mencionar sólo algunas de las profesiones desde las que se accede más comúnmente a los museos de ciencia contemporáneos[2].
- Un acto creativo: La buena museística demanda un proceso creativo intenso y apasionado, de auténtica y sistemática investigación. Un empeño que —como todo proceso verdaderamente creativo— se basa en unas técnicas y unas reglas que deben dominarse profesionalmente, a fin de que no se pueda confundir la creatividad con la fantasía, lo espontáneo con lo improvisado o la co-creación con la divagación. El trabajo sobre el lenguaje museográfico también precisa una cualificación expresa, como sucede y se acepta con toda naturalidad en el desarrollo de otros lenguajes; del mismo modo que hacer buen cine precisa de un cineasta adecuadamente formado. En este sentido quizá debería ser menos frecuente que profesionales de otros sectores de la comunicación aborden sin complejos proyectos museísticos llegado el caso, como sobreentendiendo que acaso fuese una actividad perfectamente accesible desde cualquier otro tipo de formación, o como si el hecho de hacer una exposición acaso fuese una especie de divertimiento que no requiriera ninguna pericia o adiestramiento especial, quizá a excepción de una cierta intuición, sensibilidad, interés, olfato o gracia innata para ello. En todo caso es una constante de los mejores museos de ciencia del mundo su determinación a la hora de dedicar recursos a la formación y a la investigación sobre el lenguaje museográfico, practicando sistemáticamente lo que bien podría llamarse un I+D+i museográfico[3] que dé lugar a productos profundamente propios de este lenguaje, que se respalden en técnicas museísticas de eficacia probada, que tengan la mayor calidad comunicativa y que sean producto de algo más que intuiciones personales, en una búsqueda determinada de la excelencia museística[4].
- Un resultado final: la exposición es el producto propio del lenguaje museográfico y una buena exposición puede identificarse como el resultado de haber trabajado con rigor, profesionalidad y pasión sobre los recursos del lenguaje museográfico[5]. En ocasiones se ha dicho de la exposición que es un medio de comunicación multidisciplinar formado por la mezcla de otros: fotografía, video, textos, y en general toda la serie de lenguajes que frecuentemente es posible ver coexistir en exposiciones de ciencia. Aunque puede admitirse efectivamente una diversidad de medios de comunicación concurriendo en la mayoría de las exposiciones de museos de ciencia en particular, debería considerarse la buena exposición como un producto comunicativo autónomo, homogéneo y holístico, que tiene recursos comunicativos propios, que es mucho más que la suma de sus partes y que sería muy reduccionista tratar de entender como una especie de collage más o menos resultón realizado a base de productos propios de otros lenguajes ubicados con más o menos gracia y acierto en una sala[6].
- Un entorno (o entornos) concretos: se podría considerar al museo como el espacio que alberga exposiciones, es decir, el espacio propio en el que se desarrolla el lenguaje museográfico (del mismo modo que el teatro es el espacio propio y natural de las obras producto del lenguaje escénico). La experiencia museística tiene en el entorno físico un aspecto fundamental, sobre todo por dos características muy particulares de la experiencia museográfica. La primera es que el visitante se mueve proactiva y libremente dentro de la exposición, formando así su actividad en la sala parte imprescindible de la experiencia museística. El público no tiene porqué seguir itinerarios marcados ni tampoco mantenerse parado, sentado o expectante a nada. Este especial dinamismo del visitante —como sujeto de la experiencia museística— en las salas es sin duda uno de los activos más importantes de la experiencia museística, aunque también configura un gran reto para los profesionales, pues parte de su trabajo consistirá en poner los medios para asegurar una oportuna acogida museística a los visitantes —siempre de forma adecuada al buen desarrollo de la experiencia intelectual propia del museo— en el marco de la gran diversidad de situaciones y contextos generados por los propios visitantes durante sus libres evoluciones dentro de las salas de exposición[7]. La segunda característica tiene que ver con el hecho de que el visitante de la exposición, como sujeto y receptor natural del lenguaje museográfico, suele compartir el mismo espacio físico que la propia exposición, y no es (o no debería convertirse en) un elemento físicamente exento a la misma[8]. Este aspecto es de la máxima importancia, pues es bastante característico del lenguaje museográfico y con frecuencia no se tiene en la suficiente consideración. Sería el caso de ciertas exposiciones ubicadas en espacios públicos no museísticos tales como centros comerciales: en el marco de diferentes estrategias pensadas para presuntamente acercar las exposiciones al público, en ocasiones se ha podido segregar la exposición de su entorno físico propio y adecuado en relación a la presencia, predisposición mental y participación del visitante, pudiéndose llegar a entender así de forma un tanto reducida la extraordinaria complejidad y riqueza de la experiencia museística[9].
- Una singularidad aportada por una serie de recursos propios: buena parte de este texto se dedicará a tratar el tema de los recursos propios de lenguaje museográfico, probablemente el aspecto que más singularidad aporta a este lenguaje. En este sentido es habitual visitar exposiciones compuestas sobre todo por gran cantidad de material gráfico (los habitualmente llamados plafones). Se trata de exposiciones que aportan poca cosa extra sobre lo que hubiera aportado sobre una misma temática un buen libro o una buena web, seguramente ahorrando bastante dinero y evitando al visitante la incómoda experiencia de tener que leer plafones de pie durante un largo rato —pretensión por otra parte un tanto ingenua en plena era de Internet—.
En aquellos casos en que sea imprescindible comunicar una gran cantidad de información o bien trasladar mensajes de forma muy explícita con un propósito sobre todo cognitivo, emplear el lenguaje museográfico —la exposición— no suele ser lo ideal. La narrativa del lenguaje museográfico trabaja desde enfoques flexibles, amplios, implícitos más que explícitos; abiertos, posibilistas y abstractos más que determinados o precisos; plantea enunciados antes que resuelve problemas y funciona bajo el enfoque de que la exposición sirva para inspirar y estimular a las personas para que sean ellas quienes construyan su propio conocimiento y conclusiones, con el concurso de otros estímulos intelectuales propios de la experiencia vital personal; probablemente por este motivo a menudo se dice que de una buena exposición se sale con más preguntas que respuestas. El lenguaje museográfico —de una forma que acaso pudiera evocar a los haikus japoneses— no es el ideal para ofrecer datos acabados y masticados, pues su efecto precisa necesariamente de la plena participación del receptor en distintos modos, como co-constructor imprescindible del mensaje que se pretende transmitir.
Una característica básica de una buena exposición es que nos aproxima a una temática a través de una experiencia intelectual singular, de intensas bases sociales, que es relevante y que no puede conseguirse por otros medios de comunicación, y eso es justamente lo que justifica los especiales recursos desplegados en hacerla. No obstante y de forma análoga a lo comentado anteriormente con ocasión de la anécdota sobre la novela La Celosía llevada al cine, no faltan ejemplos de exposiciones en las que se ofrecen como recursos del lenguaje museográfico lo que en realidad son medios de otros lenguajes, aunque enclavados con mayor o menor fortuna en los formatos físicos propios de la exposición. El resultado puede acabar siendo una exposición prosaica y por ende prescindible, desarrollada con un lenguaje museográfico poco riguroso y que apenas aporta singularidad.
- Una intención estética y emocional: la experiencia estética supone una base fundamental de la capacidad comunicativa del lenguaje museográfico de calidad, tal y como sucede con cualquier otro lenguaje[10]. Y no sólo en las exposiciones de arte —donde lo anterior podría parecer evidente— sino también en las exposiciones de ciencia, donde gran parte del interés o impacto que suscita una buena exposición radica también en los activos estéticos de lo que se ofrece. Museos de ciencia contemporáneos de gran éxito e influencia tales como el célebre Exploratorium de S. Francisco fueron el resultado de trabajar a fondo el lenguaje museográfico en el marco de equipos mixtos de artistas y científicos, a fin de crear sus famosos módulos interactivos, tantas veces replicados en museos de ciencia contemporáneos de todo el mundo y que permiten una aproximación a la ciencia a través de una intensa experiencia personal socialmente compartida y fundamentada en las manifestaciones de valor estético propias de ciertos fenómenos científicos[11].
El hecho de que la visita al museo de ciencia tenga una base fuertemente relacionada con la experiencia estética y su impacto social tenga que ver en gran medida con sus activos relacionados con la belleza y el factor emocional, es un aspecto que hace converger directamente a los museos de ciencia con otro tipo de museos[12]. Esta estrecha relación entre el fenómeno científico y la experiencia estética queda de manifiesto de forma especialmente brillante en una reflexión de Michael Parsons, un autor imprescindible de la didáctica de las artes:
Pero mucho antes de ser conscientes de cualquier cosa que se llame «arte», disfrutamos mirando los objetos. Nos fascina el color de una piedra, el brillo de una cuchara, las líneas de una pluma. Estas cosas tienen un atractivo natural. Las prestamos atención por lo que son en sí mismas, no por su significado (…). Este atractivo nos acompaña siempre. Es el atractivo sensorial directo del color, la textura y el trazo que poseen las cosas materiales de este mundo y que el arte suele explotar. Es más que belleza en su sentido corriente, aunque incluye lo bello. Incluye, por ejemplo, el verde traslúcido y fresco del envés de la hoja del limonero. Pero incluye también otras muchas cosas: por ejemplo, la textura del corte rugoso de la madera de cedro, y las líneas irregulares de un cristal hecho añicos (…). El arte se basa esencialmente en este tipo de cualidades, y ellas constituyen su primer atractivo.
«Cómo entendemos el arte» Michael J. Parsons
Al fin y al cabo artista y científico comparten su interés por relacionarse intensamente con la naturaleza e interpelarla en distintos contextos, llevados sobre todo por la curiosidad y también por la obtención de una gran satisfacción intelectual, algo que puede hacer que interés científico e interés artístico concuerden y se complementen con impresionante potencia en ciertos proyectos, poniendo seriamente en cuestión esa pretendida separación —en realidad sólo curricular— entre arte y ciencia[13]. La diferencia estriba en que el científico deberá hacerlo siguiendo un estricto método (el método científico), mientras que el artista se reserva más libertad en ese sentido en pos de producir una emoción concreta en las personas: la experiencia estética[14]. En todo caso artistas y científicos trabajando juntos en el marco de lo tangible (activo básico del lenguaje museográfico) se han revelado como una perfecta simbiosis en los museos de ciencia contemporáneos[15], algo que probablemente sea un indicador de que el arte y la ciencia son en realidad diferentes formas de hablar de lo mismo y finalmente resultan disciplinas completamente interrelacionadas y complementarias[16].
Las reflexiones sobre los aspectos estéticos de la ciencia exceden con mucho las intenciones de este texto, pues las manifestaciones estéticas de los fenómenos científicos que en los museos de ciencia son un recurso comunicacional básico, configuran sólo una pequeña parte visible de los descomunales activos estéticos de la actividad científica.
En todo caso, precisamente en la experiencia estética radica una de las claves de la intensa influencia que puede producir un buen museo de ciencia[17]. Aunque pueda parecer sorprendente es conocido que muchos científicos (famosos y no tan famosos) accedieron a sus vocaciones impresionados por la belleza y los aspectos estéticos inherentes a ciertos fenómenos científicos[18]. No solo sería el caso más evidente de astrónomos o entomólogos que accedieron a sus profesiones fascinados por los cielos estrellados o por el majestuoso vuelo de las mariposas respectivamente, sino que en otro orden de cosas podría recordarse el gran impacto que causó en un joven Einstein el misterioso movimiento de una brújula que le regalaron de niño; la pasión confesada de Poincaré por los retos matemáticos atraído solo por su belleza, sin otro interés pragmático; o incluso el atractivo estético de la estructura del sistema nervioso que contribuyó a llevar a la Nobel italiana Rita Levi-Montalcini a dedicar su vida a la neurología. El planteamiento que a partir de lo anterior puede hacerse desde el museo de ciencia contemporáneo es relativamente sencillo: si existen una serie de experiencias estéticas propias de ciertos fenómenos científicos que según parece pueden tener una especial influencia en contribuir a promover vocaciones científicas, cabría pensar que ofrecer ese tipo de experiencias estéticas al público en el marco de un museo de ciencia puede tener el efecto de contribuir también a generar vocaciones científicas (como podría ser más claramente identificable en el caso de los Planetariums o Mariposariums).
- Una capacidad narrativa: los objetos de una colección (o las experiencias tangibles en el caso de museos contemporáneos de ciencia), actúan como narradores silenciosos de unos hechos, unas emociones o unas ideas. En este sentido no es fácil diferenciar entre la experiencia museística que ofrece ver el primer telescopio que construyó Newton, o admirar el óleo Mujer joven de Johannes Vermeer, ambos de la misma época. Aunque el propósito de las dos obras fuera muy diferente, hoy en día son dos piezas que, en el ámbito museístico, convergen en su capacidad para ostentar un profundo valor histórico, una gran intensidad narrativa y ser los polos básicos de un potente relato.
Esta narrativa puede tener diferentes características o direcciones. A menudo se identifica a los museos como las sedes de una intención orientada a una narrativa sobre todo retrospectiva, esto es, puede pensarse que los museos son espacios que hablan sobre todo del pasado, debido a que exponen ciertas colecciones de objetos científicos antiguos o dado que trabajan en base a la historia y aportaciones de científicos históricos[19]. No obstante, la narrativa de los museos y exposiciones de ciencia puede también estar orientada hacia al presente en incluso hacia el futuro, empleando para ello un enfoque de tipo prospectivo. Este sería el caso típico de exposiciones científicas contemporáneas que hablan de la eugenesia o de los retos de la curación del cáncer, y que proponen apasionantes retos comunicacionales al lenguaje museográfico. Muchas exposiciones y museos han sabido emplear los dos tipos de relatos en una coexistencia complementaria que demuestra el intenso potencial narrativo del lenguaje museográfico[20].
Un aspecto de la capacidad narrativa del lenguaje museográfico que ya se ha comentado y en el que se insiste, tiene que ver con el hecho de que el receptor del mensaje —el visitante— no tiene porqué mantener una secuencialidad ni desarrollar su visita de forma sucesiva o siguiendo caminos predeterminados, incluso a pesar de que eso sea lo que se le aconseje desde el museo o exposición: el visitante podrá moverse a su gusto por la sala si lo desea, renunciando a asumir recorridos preestablecidos que sólo deberían ser ofrecidos como recomendación, siendo precisamente la posibilidad de acceder de forma no secuencial todo un activo de este lenguaje que en muchos museos puede redundar incluso en un mayor índice de repetibilidad de la visita[21]. De modo análogo a como sucede con un periódico, la exposición como producto del lenguaje museográfico deberá tener una estructura y un relato bien estructurado y a la vez ser capaz de asumir un acceso aleatorio del visitante[22].
Finalmente, el lenguaje museográfico posee un potente activo en el que se profundizará más adelante: el receptor de este lenguaje no suele ser un elemento individual sino colectivo. Sólo en menor medida el visitante de un museo de ciencia es una sola persona, pues normalmente se trata un grupo de personas —por ejemplo una familia— que vive la experiencia a la vez y que procesa y acusa su efecto como una experiencia socialmente compartida simultáneamente, algo que caracteriza y determina plenamente las singularísimas repercusiones personales del lenguaje museográfico[23].
Es bastante habitual —sobre todo recientemente— que se insista en que las exposiciones deben tener un relato claro y consistente, poseer una intensa intención narrativa y producir su efecto sobre todo a nivel emocional, buscando una conexión afectiva con los visitantes[24]. Se trata de un enfoque moderno y sin duda válido para los museos, pero que no es exclusivo de los mismos, sino que podría aplicarse a cualquier lenguaje autónomo. Este tipo de expresiones pueden entenderse pues como una forma de reivindicar el lenguaje museográfico como un lenguaje más de pleno derecho.
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[1] Se empleará en este texto preferentemente este término como alternativa a museólogo o museógrafo. Se pretende con ello reivindicar modestamente una actividad profesional amplia y muy diversa, un verdadero oficio; tal y como sucede con otros términos tales como trompetista o novelista, que describen a profesionales plenamente dedicados y formados que no obstante no son llamados trompetólogos o novelógrafos.
[2] Efectivamente, a los museos contemporáneos de ciencia se suele acceder desde diferentes formaciones de base (conservación, comunicación, publicidad, pedagogía, ciencia, diseño, documentación y archivo…), pero eso no significa que este tipo de formaciones de base sean suficientes para afrontar los requerimientos profesionales de un museo de ciencia, por lo que además sería preciso formarse adecuadamente en el oficio de museísta de museo contemporáneo de ciencia. En sentido general, casi todas las profesiones han empezado siendo primero solo dedicaciones a las que se han aproximado personas de otros ámbitos. Con el paso de tiempo y los esfuerzos por fijar bases intelectuales y académicas fundamentales, estas dedicaciones se han ido convirtiendo en disciplinas completas —y por tanto profesiones— diferenciadas y reconocibles. En el caso de los museos de ciencia —los cuales han pasado de ser fines en sí mismos a devenir medios de comunicación en las últimas décadas— es fundamental empezar a convertir en toda una profesión lo que hasta ahora ha sido sobre todo una dedicación. Si no se reconoce o no se desarrolla ese necesario plus de formación en museística de ciencia contemporánea complementando a otro tipo de formaciones de base, la gestión del museo de ciencia puede verse muy afectada, pues la importancia totalmente transcendental de los recursos humanos en el sector de los museos de ciencia hace que sea clave la adecuada formación de sus empleados y directivos.
[3] I+D+i es un acrónimo relativamente reciente de aplicación en diversos ámbitos de la sociedad y que significa Investigación, desarrollo e innovación. Sería posible adaptarlo también a los proyectos de desarrollo del lenguaje museográfico en los museos de ciencia.
[4] Este concepto de investigación aplicada al lenguaje museográfico no debe ser confundida con las labores de investigación científica que albergan algunos museos de ciencia, particularmente los que tienen colección. En este caso se hace referencia a investigar sobre los recursos del lenguaje museográfico a fin de hacerlo cada vez más efectivo comunicacionalmente.
[5] Cabe destacar que al hablar aquí de rigor no se refiere el texto al rigor científico aunque se hable de exposiciones de ciencia. El rigor científico en la exposición de ciencia es fundamental y se da por supuesto, pero en el ámbito de la exposición lo que debe primar es el oportuno rigor museístico.
[6] Podría establecerse una similitud con dos bebidas: la sangría y el vino. La sangría es una bebida desenfadada que procede de una mezcla de otras bebidas y diversos ingredientes. El vino es una bebida noble que nace de la tierra y que no puede obtenerse como resultado de una mezcla de otras cosas. En este texto se apuesta por una exposición como producto comunicacional autónomo y de calado, que se parece mucho más al vino que a la sangría.
[7] Se profundiza un poco más en este particular en el capítulo dedicado a museos y escuela.
[8] En el cine o en la literatura los espacios en los que tiene lugar la narrativa no son los mismos que los que ocupa el espectador o el lector.
[9]No es que una exposición no pueda ubicarse en lugares alternativos a museos o salas de exposiciones. —también, llegado el caso, se puede representar teatro en el hall de un hotel con distintos propósitos, por poner un ejemplo—. Lo que se pretende explicar aquí es que en estos casos en los que un lenguaje se extrae de su entorno propio y natural, cabe considerar cuidadosamente hasta qué punto se mantiene la eficacia de la experiencia comunicativa.
[10] No recuerdo lo que me dijiste, sólo recuerdo lo que me hiciste sentir (M. Gandhi).
[11] Llama la atención que en los últimos años se hable con frecuencia de la integración entre «arte y ciencia» en diferentes ámbitos culturales como si fuese un enfoque reciente. Se pretende así promover una presunta anexión o diálogo entre dos disciplinas (ciencia y arte) sobre la base de considerar que están separadas o alejadas. En realidad ciencia y arte siempre han formado parte de ese todo que es el conocimiento universal de una forma conjunta y continua, y si se han venido concibiendo como cosas separadas es sólo debido a los esfuerzos reiterados de los planes de estudio contemporáneos por desunirlas por razones de naturaleza en gran medida administrativa. En todo caso, esa denominada convivencia entre arte y ciencia —por usar esta terminología— no es una idea nueva, pues se trata de un fundamento básico de la museología científica: implícitamente desde sus inicios como gabinetes de curiosidades y explícitamente al menos desde finales de los 60 del pasado siglo con proyectos como el Exploratorium.
[12] Con frecuencia se dice que los museos de ciencia deben emocionar para lograr sus objetivos educativos en relación con la ciencia. Es cierto, aunque esto no es algo que sea solo característico del lenguaje museográfico, sino que es perfectamente propio también de otros lenguajes o formas de comunicación, siendo además las emociones una parte integral de los procesos educativos en sentido general. Sin ir más lejos: los profesores que más influyen a menudo suelen ser los que mejor consiguen emocionar a sus alumnos.
[13] Por mencionar uno de tantos ejemplos: Walter de Maria, célebre representante del llamado Land art, desarrolló en 1977 su obra The Lighning field. Consiste en un campo de cuatrocientos pararrayos en el desierto de Nuevo México que permite la observación de las caprichosas formas de los relámpagos cayendo a la superficie de la Tierra. Resulta evidente el interés científico de esta atractiva experiencia estética (¿o el interés estético de esta atractiva experiencia científica?).
[14] En los proyectos en museos de ciencia en que participan artistas –como fue el caso del Exploratorium en su fundación— es preciso considerar un aspecto importante. El artista puede reservarse el derecho a entender la creación artística como le parezca oportuno, o incluso el muy legítimo derecho a crear sin intención de comunicar nada en particular, conformándose con —sencillamente— expresarse personalmente. El museo de ciencia, no obstante, con frecuencia asume la misión última de ser un medio de comunicación para un público, por lo que el trabajo del artista en el ámbito del museo de ciencia deberá desarrollarse con un propósito comunicacional que seguramente es en buena medida al museo a quien corresponde determinar.
[15] No en vano en griego al arte se le denominaba téchne, esto es técnica, entendida ésta como un concepto relacionado con las habilidades. Por su parte el arte, concebido como bellas artes, no se diferencia del trabajo artesano en general hasta el siglo XVIII: C. Batteux publica «Les beaux arts reduits à un même principe» en 1746, y A. G. Baumgarten acuña el término estética en 1735. En todo caso, no hay nada concreto en la naturaleza propia de la ciencia o del arte que parezca aconsejar el tratarlos como realidades drásticamente diferenciadas, a excepción de lo riguroso del método que debe aplicarse en el caso de la ciencia.
[16] Viene al caso recordar aquí la frase de Max Delbrück, padre de la genética molecular y Nobel de Medicina en 1969: Si uno no puede ser artista ¿qué otra cosa puede ser que científico?
[17] Richard Feynman (Premio Nobel de física en 1965) decía que el conocimiento científico no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza. Cabe reproducir parte de una célebre entrevista que concedió a la BBC en 1981: Tengo un amigo artista y él en ocasiones adopta una postura con la que yo no estoy muy de acuerdo. Él sostiene una flor y dice: —Mira qué bonita es —y en eso coincidimos. Pero sigue diciendo: —Ves, yo como artista, puedo ver lo bella que es esta flor, pero tú, como científico, lo desmontas todo y lo conviertes en algo insustancial. Entonces pienso que él está diciendo tonterías. Para empezar: la belleza que él ve también es accesible para mí y para otras personas, creo yo. Aunque quizá yo no tenga el refinamiento estético que él tiene, puedo apreciar la belleza de una flor.
Al mismo tiempo, yo veo mucho más en la flor que lo que ve él. Yo puedo imaginar las células que hay en ella, las complicadas acciones que tienen lugar en su interior y que también tienen su belleza. Lo que quiero decir es que no sólo hay belleza en la dimensión que capta la vista, sino que se puede ir más allá, hacia la estructura interior: ¡también los procesos!
El hecho de que los colores en las flores hayan evolucionado y atraigan a los insectos, significa que los insectos pueden apreciar el color. Eso añade preguntas: ¿el sentido de la estética también lo tienen las formas de vida menores de la naturaleza? ¿por qué razón les resulta estético?
Toda clase de interesantes cuestiones surgidas del conocimiento científico no hacen sino sumarle misterio e interés a la impresión que deja una simple flor; no entiendo cómo podría restárselo.
[18] Esto no quiere decir en modo alguno que estos estímulos estéticos sean suficientes para generar una vocación científica sin la necesaria concurrencia de otros factores personales y sociales.
[19] En los museos de ciencia en ocasiones se identifica la ciencia en general con algunas partes reducidas (y normalmente clásicas) de solamente unas pocas disciplinas tales como la física o la biología.
[20] Uno de los retos probablemente tenga que ver con los cambios en la forma de hacer ciencia. El avance científico en el pasado estaba ligado a las vidas personales de científicos históricos tales como Galileo, Curie o Tesla, las cuales gozan de potentes activos narrativos —casi de capacidad cinematográfica—. Estos activos son mucho más complicados de localizar en la ciencia contemporánea, la cual aflora en el contexto más abstracto de las grandes instituciones científicas formadas por extensos equipos de científicos.
[21] Algo que podría caracterizar a un buen museo o a una buena exposición es que apetece repetir la visita más veces sobre un mismo contenido, del mismo modo que también apetece repetir diversas veces la lectura de un buen libro, el visionado de una buena película o la escucha de una buena canción. En todos estos casos, repetir la experiencia intelectual no sólo no resulta tedioso, sino que cada nueva repetición aporta una nueva aproximación a la exposición, al libro, a la película o a la canción que revela nuevos matices, enriqueciendo y perfeccionando la experiencia intelectual.
[22] El preciso reivindicar aquí la importancia del concepto de voluntad —o voluntariedad— en la experiencia museográfica. No es preciso que las exposiciones carguen siempre con la responsabilidad de resultar lo bastante atractivas o amenas, pues eso podría suponer que de alguna manera se están minusvalorando las capacidades propias de los visitantes, de quienes cabe pensar que son perfectamente capaces de concebir interés y entusiasmo por sus propios medios por aquello que la exposición les ofrece. Algunas exposiciones plantean desarrollos de visita muy reglados (exposiciones tipo «flechas-en-el-suelo»). Esto puede resultar muy inadecuado a la naturaleza de la experiencia museográfica que se verifica muy frecuentemente con accesos no secuenciales marcados por la voluntariedad, algo que obliga a que los elementos museográficos de una exposición sean conceptualmente autónomos y dependan relativamente poco entre ellos, aunque a la vez formen parte de un relato común robusto. Este es sin duda uno de los retos de la profesión museística: conseguir que los elementos museográficos no sean entre ellos ni independientes ni dependientes, sino interdependientes.
[23] En otros lenguajes (el cine o la literatura, por ejemplo) se puede compartir la experiencia con otras personas, pero no siempre en el mismo momento en el que se produce el acto comunicativo. Tampoco en estos casos el hecho de compartir la experiencia comunicativa es importante para que se produzca la misma, como en mayor medida sí pasa en el caso del lenguaje museográfico.
[24] En este texto se empleará el término visitantes para referirse a las personas que acuden a los museos de ciencia, por ser probablemente la denominación más extendida. No obstante, se propone aquí un término que se pretende en diversos sentidos más adecuado para referirse a los asistentes a un museo de ciencia de intención social transformadora: beneficiarios, el cual sugiere con claridad la existencia de una intención social aparejada al museo (visitantes es una denominación también usada para los asistentes a otros establecimientos abiertos al público tales como parques de atracciones. Además sugiere un cierto distanciamiento con las personas, en tanto en cuanto el que visita algo es de alguna manera porque es ajeno a ese algo. Por su parte usuarios o público es un término global empleado en muchas otras organizaciones. Clientes no se toma en consideración en el enfoque de este texto).