La visita a un museo es una experiencia compartida que tiene mucho que ver con el concepto de colectividad. Lo que se descubre, se vive, se disfruta o se aprende en un museo es una construcción personal que en gran medida aflora de la relación dialogada entre las personas del grupo visitante, en el marco de su relación con los elementos expositivos[1]. Dado que el aprendizaje —en sentido general— es un fenómeno de naturaleza social, la intensa importancia de la dimensión social de la experiencia museográfica habla a las claras de sus grandes posibilidades como medio formativo.
Este activo relacionado con el diálogo y la experiencia social propios de la visita a un museo es un aspecto clave del pleno aprovechamiento intelectual de la experiencia museográfica, y es algo que la diferencia drásticamente de la propia de otros lenguajes en los que la experiencia es estrictamente individual, al menos en el momento en que se produce. En el museo la experiencia museográfica se desarrolla en tiempo real en las salas justamente en la medida en que se disfruta en común y simultáneamente con los compañeros de visita. Además, los visitantes deben desplazarse física y proactivamente por la sala, descubriendo y explorando los elementos (la película o la obra de teatro, por el contrario, se desarrollan ante las butacas de los espectadores). Esta idea entronca plenamente con el concepto de interactividad en el museo de ciencia contemporáneo.
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[1] A pesar de la fundamental importancia de este aspecto, es sorprendente lo habitual que sigue siendo en los museos la conceptualización de elementos museísticos pensados para un uso individual.