La Revolución Industrial transformó Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII, produciendo un cambio radical en la forma de crear productos y servicios. La capacidad de fabricar con medios tecnológicos avanzados dio la oportunidad de acceder popularmente a una serie de bienes y servicios que anteriormente solo podían ofrecerse de forma manual, en bajos volúmenes y a altos precios. El nivel de vida de los ciudadanos comenzó un crecimiento sostenido nunca visto hasta entonces.
Si la actividad artesanal maneja tradicionalmente el concepto de calidad, la industrialización trae aparejado el concepto de cantidad. Por ello, en la medida en que la sociedad actual está profundamente industrializada (aunque sea de forma poco homogénea) no es extraño que sus baremos de éxito se fundamenten mucho antes en indicadores cuantitativos que en indicadores cualitativos, tal y como se ha generalizado en tiempos presentes. En su libro de 1995[1], el sociólogo estadounidense George Ritzer crea el término McDonaldización para referirse al fenómeno según el cual los procesos propios de la industrialización alcanzan ya prácticamente al diseño de cualquier servicio o producto que quiera comercializarse en la actualidad, apareciendo este enfoque —contrario por naturaleza al servicio personalizado— como la forma comercialmente más eficiente de ofrecer servicios o productos.
La industrialización permite que ciertos bienes o servicios lleguen de forma asequible a amplios estratos de la población[2]. Los productos artesanos, por su parte, quedan reservados a casos en los que se requiere una especial calidad y sólo se justifican por este motivo, ya que la participación plena del factor humano en su creación hace que su precio suela ser más elevado que cualquier versión que del mismo producto o servicio se haya realizado siguiendo un proceso industrial, basado en maquinaria o medios técnicos planificados a gran escala. Por este motivo las personas que optan por los productos artesanales, normalmente son capaces de reconocer activos muy particulares de calidad en esos productos o servicios, activos que suelen tener que ver con la maestría de la persona o equipo humano que ha realizado el producto o servicio, y que son lo que para esos clientes justifica el precio extra que pagan[3].
En la actualidad ciertos productos o servicios siguen teniendo un espacio reservado desde un enfoque artesanal. Es cierto que en el mundo de la restauración proliferan grandes cadenas industrializadoras de almuerzos a base de bocadillos de hamburguesa, pero no es menos cierto que el intenso auge de la gastronomía en la actualidad se ha incubado en las cocinas de pequeños restaurantes, en los que el chef y su equipo trabajan con los mismos criterios del artesano tradicional. Del mismo modo, otros ciudadanos han optado por productos de huerta de proximidad cultivados artesanalmente por pequeños agricultores locales. En todos los casos, lo que diferencia claramente lo industrial de lo artesanal es el grado de personalización[4] de lo que se ofrece, de modo que cuanto más personalizado sea el producto o servicio, será de base tanto más artesanal, de mayor calidad y también de precio más elevado. Al identificar las diferencias entre lo artesano y lo industrial también se descubre un sentido de relevancia: a priori, una cena tranquila en un pequeño restaurante de autor tiene más posibilidades de convertirse en una experiencia inolvidable o trascendente, que la de cenar un bocadillo de hamburguesa en un centro comercial.
Algunas actividades tienen fundamentos de base esencialmente artesanales. Podría ser de alguna manera el caso de la medicina, una disciplina que originalmente parte de una dedicación extremadamente personalizada en el marco de una estrecha relación entre paciente y médico. Precisamente la principal amenaza de sistemas complejos y ambiciosos de salud pública como es el español (que deben atender una demanda inmensa con recursos muy limitados) radica en que se hace necesario aplicar sistemas de base industrial (macdonaldizados) a la gestión de la sanidad, algo que constituye un perfecto oxímoron en el que radican gran parte de las dificultades laborales de los profesionales de la salud. La opción de muchos ciudadanos por las mutuas privadas como forma de procurarse servicios de salud que identifican como más detenidos o cuidadosos, podría entenderse de alguna manera como una forma contemporánea de apostar por los activos del trabajo artesanal. De modo similar, el número de alumnos por clase es uno de los parámetros más valorados en la educación escolar. El hecho de que generalmente los padres aspiren a que esa cifra sea lo más baja posible en las aulas de sus hijos, lleva implícito un deseo de que la actividad del maestro pueda ser todo lo artesanal posible mucho antes que industrial, y también implica un reconocimiento tácito de que la formación de un escolar es una labor meticulosa y detenida que precisa de enfoques sobre todo cualitativos en los que el factor humano es un recurso fundamental.
Pero a pesar de que el número de alumnos por clase sea un factor que se suele desear lo más bajo posible, el número de visitantes de una exposición en un museo casi siempre se desea que sea lo más alto posible. Si identificamos el museo con un establecimiento educativo o formativo —educativo siempre en relación a los recursos del lenguaje museográfico que le es propio— parece poco adecuado que una vez más se tire de parámetros sólo cuantitativos y se busquen las altas cifras de visitantes como indicador (a veces el único considerado) de la eficiencia de un museo de ciencia. Naturalmente no se trata de que sea deseable que al museo vaya poca gente, sino de comprender que el hecho de que muchas personas visiten un museo no significa en modo alguno que ese museo en particular esté siendo más efectivo en la consecución de unos fines socialmente transformadores basados en la experiencia museográfica.
La influencia positiva de un museo de ciencia en la alfabetización científica de las personas en el sentido más amplio no puede administrarse de forma fabril a los visitantes. Lo que los museos aportan se verifica en el marco de un proceso pausado, sosegado, basado en el tiempo dedicado y en el diálogo establecido, y en muchos casos robustecido por una mediación humana de características artesanales (aunque evidentemente a la vez adecuada a las necesidades de explotación de un museo de ciencia abierto al público). Los museos de ciencia no solo divulgan la ciencia, sino también el procedimiento para hacer ciencia, y basan gran parte de sus activos precisamente en emular aspectos del método científico —de fundamentos netamente artesanales— como proceso y producto de un tipo de educación muy especial y sofisticada[5]. Los museos que pretenden una transformación en su sociedad no pueden trabajar con criterios industriales ni con parámetros solo cuantitativos.
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[1] McDonaldization of Society
[2] Probablemente uno de los ejemplos más mencionados de las bonanzas de la industrialización fue la aparición del Seat 600, la cual supuso una revolución en la España de los años 60 del siglo XX al poner a disposición de cualquier ciudadano un vehículo utilitario a un precio asequible, algo que cambió el estilo de vida de los españoles y descubrió el turismo como opción para dedicar el tiempo de ocio (de hecho se denomina turismos a los coches de uso particular).
[3] Esto hace que la actividad de los artesanos dependa en gran medida de que la formación de los ciudadanos sea la suficiente como para saber reconocer en sus productos o servicios la calidad extra que aporta su trabajo.
[4] También se usa el término customización.
[5]No puede olvidarse que la ciencia es en realidad un tipo concreto de conocimiento que se produce al aplicar meticulosamente un método riguroso y estricto (el método científico). Este aspecto es de suma importancia para todo proyecto que pretenda contribuir a paliar el analfabetismo científico o el avance de las pseudociencias.