Si quieres saber cuál es el verdadero motivo por el que alguien hace algo, basta con que observes qué es aquello que mide como indicador de éxito.

Un viejo profesor sobre 1990.

 

Sabemos de lo que hablamos cuando podemos medirlo.

Lord Kelvin.

 

Tradicionalmente los museos de ciencia habían tenido la misión de conservar, desarrollar y exhibir una colección —o la mayor parte posible de dicha colección—, algo que constituía su razón de ser y que centraba el grueso de todos sus recursos. A medida que avanzaba el siglo XX los museos de ciencia iban explicitando su condición de medio de comunicación —en este caso al servicio del conocimiento científico— las misiones de los museos se fueron haciendo más diversas y complejas, afectando a un mayor espectro social, por lo que las dificultades tanto para implementar los servicios como para valorar el impacto de las nuevas pretensiones sociales del museo, han ido en progresivo aumento[1]. Por otro lado, la amplia diversidad de expectativas que los visitantes traen en su visita al museo de ciencia también contribuye a dificultar la identificación de funciones para el mismo[2].

En el Science Centre World Summit, congreso que se viene celebrando cada tres años a escala mundial, suele redactarse una declaración propia de cada edición dedicada globalmente a los museos de ciencia contemporáneos. Como ejemplo puede leerse a continuación parte de la llamada Declaración de Toronto, que nació durante la edición de este congreso en 2008, y que describe una serie de numerosos propósitos para los museos de ciencia tan estimulantes, visionarios, ambiciosos y diversos, como de extraordinariamente complicada dificultad de implementación, seguimiento y evaluación:

Los science centers estimulan la curiosidad y desarrollan mentes con inquietud investigadora. Cambian las vidas de las personas, influyendo en sus actitudes y su pensamiento. Los centros de ciencia desmitifican la ciencia, transmiten su belleza, muestran su necesidad y la hacen accesible al público en general. Fomentan actitudes positivas hacia la ciencia, ayudan a la gente a apreciar el contexto de los avances científicos y a entender cómo la ciencia influye en sus vidas (…).

Del mismo modo que sucede con otros proyectos de vocación social, los museos de ciencia podrían profundizar en la tarea de conocer su impacto social real. En el contexto del cuantitativismo imperante en muchos órdenes de la sociedad y de la intensa tendencia a mercantilizar —o incluso monetarizar— las cosas, es habitual identificar la efectividad de una exposición, museo o módulo museístico con su aceptación popular, y se puede confundir tanto lo atractivo como lo que gusta, con lo museísticamente eficaz. En algunos casos seguramente se ha pensado que cualquier proyecto, sólo por el hecho de ser socialmente bienintencionado, ya tiene asegurada una repercusión positiva o cuando menos, loable. Otras veces son los propios museos los que describen una serie de objetivos para luego ellos mismos manifestar —paradójicamente— que no son evaluables debido a lo abstracto y complejo de la experiencia museográfica[3]. En otras ocasiones se han aducido argumentos tan socorridos como ingenuos para excusar las labores de evaluación museal[4]. Tampoco han faltado situaciones en que se han empleado evaluaciones del tipo diana después del dardo, consistentes en hacer las cosas sin previa planificación estratégica, para comprobar a posteriori si sirven de algo y, en ese caso, tratar de explicar de qué[5]. También es relativamente frecuente emplear formas sorprendentes de obtener feedback para la valoración e incluso para la gestión de los museos, tal y como la opinión personal informal expresada por algunos familiares o amigos de los directivos. Sea como fuere, lo cierto es que en las últimas décadas el concepto de evaluación museística se ha popularizado y al menos ya va resultando familiar, a pesar de que todavía esté falto de mucho desarrollo y aplicación real y probablemente sea uno de los aspectos en los que el museo contemporáneo más deba progresar respecto a los esquemas que tenía en sus orígenes.

La evaluación museográfica se ha venido manejando como un concepto autónomo dentro de la gestión museística, aunque en realidad no es más que una parte fundamental del proceso de planificación estratégica que es necesario abordar como paso previo a la implantación de cualquier organización de acción social, y a fortiori en el caso de un museo de ciencia. Por lo tanto, será absolutamente necesario planificar estratégicamente un museo o exposición antes de aplicar cualquier proceso de evaluación, por la sencilla razón de que, de otro modo, no se sabrá qué evaluar ni para qué, ambas preguntas básicas que todo proyecto de evaluación de exposiciones debe poder responder antes de empezar a hacer nada. Cualquier organización que pretenda una cierta relevancia o implantación social habrá de profundizar en las necesidades del público al que se dirige, no sólo para conocerlo a fondo en todas sus vertientes, sino sobre todo para saber cuáles son sus verdaderas necesidades —en el caso del museo de ciencia en lo tocante a culturización científica— a fin de concebir así qué es lo mejor y más adecuado que a sus públicos puede ofrecer[6].

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[1] En tanto en cuanto los museos de ciencia se han convertido en medios a disposición de diferentes propósitos comunicativos relacionados con la ciencia, se ha ido revelando la necesidad de abordar labores de evaluación cualitativa, a fin de poder ponderar el grado de consecución efectiva de esos propósitos.

[2] Neil y Phillip Kotler identifican hasta seis tipos de experiencias a las que aspira el visitante de un museo: aprendizaje, entretenimiento, sociabilidad, conmemorativa, estética y de deleite.

[3] Cabe imaginar en qué clase de condiciones profesionales puede desempeñarse una tarea —cualquier tarea— cuando se admite de entrada que apenas podrá ser valorable su grado de consecución.

[4] Como aquello tan resignado y triste de hacer algo siempre será mejor que no hacer nada.

[5] Esta metáfora representaría a un astuto lanzador de dardos que, a fin de asegurarse el triunfo, lanzara un dardo a cualquier lugar de la pared, para luego dibujar una diana en la pared alrededor de su punta clavada.

[6] Nótese que esto tiene poco que ver con preguntarle directamente al público qué es lo que quiere, aunque a veces se confundan ambas cosas.