Un denominador común de la mayoría de los proyectos solventes en la actualidad, ya sea en la empresa privada o en cualquier otro sector, es que de un modo u otro incorporan labores de investigación, desarrollo e innovación a su actividad. El concepto de I+D+i (investigación, desarrollo e innovación), que ha venido siendo usado sobre todo en el ámbito industrial, amplía así de facto su enfoque y llega a todos los ámbitos de la sociedad que pretendan no ya avanzar, sino sencillamente mantener sus cuotas de presencia y relevancia social en cualquier sentido.
El I+D+i ya no es algo que practiquen sólo las empresas de producción de coches para obtener modelos cada vez más desarrollados y con mejores prestaciones, sino que también lo practican los cocineros profesionales quienes, encerrados en sus cocinas, crean nuevas recetas, procedimientos y experiencias gastronómicas[1]. O, ya en el sector social, los maestros de las escuelas también investigan y en distintos foros desarrollan nuevos y más efectivos sistemas didácticos para una mejor formación de los alumnos[2]. Por no hablar de los mejores hospitales, que dedican recursos no solo a su labor sanitaria cotidiana, sino también a ser los escenarios en los que los investigadores médicos descubrirán y pondrán a punto nuevos recursos terapéuticos para aplicar a los tratamientos.
Todos los lenguajes se desarrollan en función de distintas labores de investigación, normalmente aplicadas con la intención de conseguir cada vez más eficacia comunicativa. En este sentido el caso del lenguaje cinematográfico es paradigmático, pues se trata de un medio de comunicación que ha visto en algo más de cien años un intenso desarrollo de sus recursos y capacidades, basado en multitud de grandes cineastas que han explorado sus posibilidades en el marco de unas determinadas labores de investigación y desarrollo, no ya sólo tecnológico sino sobre todo comunicacional. Una de las primeras películas que filmaron los hermanos Lumière, inventores del cinematógrafo, se titulaba La sortie des ouvriers des usines Lumière à Lyon Monplaisir (Hnos. Lumière, 1895), y representaba ni más ni menos que lo que el título explicita: unas breves y sencillas tomas de una serie de obreros efectivamente saliendo de su fábrica al final de la jornada. En el contexto de una cinematografía incipiente, esta deliciosa película no era todavía tanto un medio de la comunicación como una finalidad en sí misma[3]. Cien años después, la cinematografía se ha desarrollado inmensamente como lenguaje autónomo, es decir, como un medio más para comunicar. Desde esta primera película básica de los Lumière hasta llegar a una película contemporánea, como podría ser por ejemplo Los puentes de Madison (Amblin Entertainment & Malpaso productions, 1995), lo que media son, esencialmente, cien años de desarrollo e investigación sobre las posibilidades comunicativas del lenguaje cinematográfico, y no sólo un evidente desarrollo tecnológico. Gracias a ello, el cine ha pasado de ser prácticamente una curiosidad científica de interés de unos pocos aficionados —como así era a menudo considerado el cinematógrafo en sus inicios—, a un completo y sofisticado lenguaje lleno de posibilidades, singularidad y proyección de futuro[4].
El caso de la evolución de los museos de ciencia no es muy diferente y es un proceso que también se puede relacionar hasta cierto punto con las labores de investigación museística aplicadas a lo largo de la historia.
Para celebrar el tercer centenario del Discurso del Método de Descartes, se organizó en el marco de la Exposición Universal de París de 1937, una gran exposición sobre los avances de la ciencia: el Palais de la Decouverte. El ideólogo y promotor del proyecto, el físico-químico y premio Nobel Jean Perrin, había imaginado un espacio apasionante dedicado a todas las disciplinas de la ciencia y entendido de un modo experimental; algo que de algún modo propusiera a los visitantes entrar en la piel de los científicos y revivir su experiencia investigadora. Se reunió al efecto a un amplio equipo de científicos que, no sin cierto escepticismo inicial, trabajaron intensamente sobre la parte del Grand Palais que se concedió al proyecto, optando la organización por no crear el edificio ad hoc que Perrin proponía. La labor de este equipo de científicos estuvo marcada por un intenso esfuerzo creativo e investigador aplicado sobre el lenguaje museográfico. Finalmente, más de veinte diferentes disciplinas científicas se repartieron los casi dieciocho mil metros cuadrados de espacio. El 24 de mayo de 1937, día inaugural, se despejaron todas las dudas: el visitante un millón se alcanzó sólo el 5 de septiembre y el dos millones, el 30 de octubre. El clamor popular fue tal que la exposición se convirtió en el museo permanente que es hoy en París.
En 1969 abrió sus puertas en San Francisco (USA) el Exploratorium, probablemente el museo más influyente de la museología de ciencia del siglo XX, la de los llamados science centers. El genial físico y profesor Frank Oppenheimer (hermano de Robert Oppenheimer del Proyecto Manhattan) configuró un equipo mixto de científicos, técnicos y artistas que crearon una primera pequeña exposición de elementos experimentales en el Palace of Fine Arts de San Francisco. Estos experimentos combinaban una experiencia estética de base profundamente emocional con la experiencia científica, proponiendo un nuevo tipo de vivencia participativa de intenso sentido museográfico que, con la contribución de otros museos similares, se fue dando en llamar interactividad. Con el paso del tiempo y gracias a un arduo trabajo de investigación y creación, el espacio se convirtió en el muy influyente museo que es hoy; recientemente renovado y ampliado. Las creaciones museográficas de espacios como el Exploratorium[5] influirán enormemente en nuevos museos de ciencia de todo el mundo durante la segunda mitad del siglo XX, planteado el museo ya como un medio al servicio de un mensaje. De hecho, la vocación intensamente investigadora del Exploratorium tuvo también como resultado algunas publicaciones propias tales como el Exploratorium Cookbook, un manual práctico de construcción de módulos interactivos intensamente utilizado en museos de todo el mundo, y que mostraba que el museo de San Francisco tenía un propósito divulgativo por partida doble: no sólo divulgar ciencia a través del lenguaje museográfico, sino divulgar también su original y exitosa manera de hacerlo.
Aunque parezca algo evidente conviene recordar que la museología científica contemporánea no tiene su origen en una casualidad o en una feliz ocurrencia de un diseñador imaginativo en un momento de inspiración. Los celebérrimos e influyentes módulos del Exploratorium no salieron de la nada, ni fueron comprados en ninguna tienda, ni fueron encargados a una empresa a través de un concurso de licitación, sino que fueron el producto de una serie de esfuerzos de investigación realizados sobre el lenguaje museográfico y que se desarrollaron durante el siglo XX en las cocinas de algunos museos en el marco de lo que bien puede llamarse I+D+i museográfico, en tanto en cuanto se trata de una intención innovadora e investigadora que alcanzó no sólo a los elementos museísticos propiamente dichos desde un punto de vista técnico, sino también a diversos aspectos de gestión y servucción del museo de ciencia contemporáneo. En efecto, como sucede en otros campos, todas las dimensiones propias de la actividad de un museo de ciencia son susceptibles de ser desarrolladas mediante labores de investigación, desarrollo e innovación: los aspectos educativos, la mediación humana en las salas, la evaluación del impacto… Además, no puede decirse que la investigación museística sea una mala inversión, al menos a juzgar por la fuerte influencia que estas labores de investigación tuvieron en los museos del pasado siglo[6]. Por otra parte, el Exploratorium continúa hoy en día practicando activamente diferentes labores de investigación museística —también en ámbitos museísticos no sólo técnicos, como sería la evaluación del impacto social o los programas educativos— y manteniendo en gran medida en base a ello su influencia en museos de todo el mundo, aspecto en que sin duda radica gran parte de su especial prestigio y renombre[7]. Más globalmente, puede decirse que algo que caracteriza a los más relevantes e influyentes museos de ciencia es precisamente que investigan regularmente sobre el lenguaje museográfico.
Pese a su importancia para el desarrollo, la intención investigadora no se halla frecuentemente en los museos de ciencia contemporáneos, los cuales suelen argumentar disponer de pocos medios para dedicar a la investigación museística, a pesar de que es habitual que esos mismos museos sí dediquen gran cantidad de recursos a otro tipo de actividades que tienen una relación mucho menos directa con el lenguaje museográfico. En proporción, son pues pocos los museos de ciencia que dedican medios a la investigación museística a fin de crear u optimizar productos museográficos propios e innovadores, capaces de conseguir los objetivos comunicacionales del museo con más eficacia. En todo caso parece bien cierto que cualquier disciplina sobre la que no se investigue —y más si está relacionada de una forma u otra con la comunicación— corre gran riesgo de decaer rápidamente y dejar de ser significativa en la sociedad contemporánea.
Al igual que otros tipos de investigación, la investigación museística requiere muchos y diversos recursos ad hoc: tiempo, planificación, apuesta contundente de los altos decisores, desarrollo de equipos adecuadamente formados que incorporen personal externo cambiante, y sobre todo muchas ganas de trabajar en grupo[8]. Por eso no es raro que normalmente se opte por copiar o trasplantar con mayor o menor fortuna lo que ya funciona en otros museos de ciencia, probablemente con la pretensión de asegurar un relativo éxito rápido de asistencia con un mínimo de recursos empleados[9]. Una de las consecuencias de esta dinámica es que se ha podido crear una sensación generalizada de que los contenidos de muchos museos de ciencia se parecen demasiado, cosa que no puede extrañar a nadie debido a que buena parte de los activos de muchos museos de ciencia contemporáneos emanan directamente de aquellos contados museos de ciencia que sí apostaron por desarrollar labores de investigación museística[10].
Uno de los principales problemas de no cultivar labores de investigación sobre el lenguaje museográfico, es que sin la existencia de cocinas en los museos que desarrollen, iluminen y caractericen con fuerza la gestión del museo de ciencia, es fácil perder la singularidad y derivar lenta e imperceptiblemente hacia otras intenciones que pueden ser interesantes, pero que no son museográficas —y a veces ni tan solo son divulgativas— y que, de facto, ni siquiera precisarían construir explícitamente un museo de ciencia para poder ofrecerse.
El escritor Olivier Clerc hablaba del síndrome de la rana hervida, una interesante metáfora sobre ciertas actitudes humanas que está basada en un hecho al parecer científicamente constatado: si se calienta el agua de un acuario en el que vive una rana de forma lo suficientemente lenta y progresiva, la rana acaba literalmente cocida en el agua sin haber opuesto resistencia alguna a esa dulce ejecución (esta misma rana hubiera saltado de inmediato fuera del agua si hubiera sido sumergida en agua igual de caliente de forma repentina). Clerc hablaba de este efecto aplicándolo a la naturaleza humana, a fin de subrayar la gran facilidad con la que las personas son capaces de adaptarse a muy bajos niveles de calidad de vida, a condición de que éstos se administren con la debida progresividad.
El síndrome de la rana hervida puede aquejar también a algunos museos de ciencia que, probablemente debido a la carencia de suficientes recursos estratégicos, económicos, humanos y de formación, se van cociendo lentamente en el prosaísmo del día-a-día; una cotidianeidad en la que la singularidad que caracterizó las ambiciosas visiones de aquellos lejanos días de gloria de su fundación, forman ya parte de un pasado onírico al que parece ser que ya no se puede o ya no se debe aspirar. Estos museos de ciencia, acuciados por los pocos recursos disponibles en todos los órdenes y por la necesidad de mantenerse abiertos a toda costa, renuncian al empeño de trabajar a fondo en el lenguaje museográfico, recurren a lo fácil y rápido y a veces a aquello que ya hacen —o podrían hacer— otros establecimientos dedicados a la divulgación (o bien dedican demasiados recursos a trabajar con productos de otros lenguajes). Se exponen de este modo a que el servicio del museo pueda diluirse o abaratarse poco a poco, en base a actividades de poca o nula singularidad con las que se va rellenando la agenda del mes.
Así, el lenguaje museográfico que debería ser en gran medida un activo endémico del museo, va perdiendo progresiva y paradójicamente su propio espacio en el museo pese a ser su entorno natural. En otros casos, el museo de ciencia puede llegar incluso a confundir este deterioro en el uso del lenguaje museográfico con una especie de evolución lógica de su servicio: creyendo así que acaso amplía o desarrolla su alcance social, en realidad lo diluye, dispersa e incluso lo vulgariza. El museo en cuestión se encamina entonces hacia una oferta presuntamente ecléctica pero en realidad abstracta; presuntamente abierta pero en realidad difusa, presuntamente innovadora pero en realidad confusa, arriesgándose a acabar siendo socialmente prescindible, tanto por la irrelevancia de su oferta, como por la redundancia con aquello que ofrecen o pueden ofrecer otro tipo de establecimientos culturales u otros canales comunicacionales, que seguramente trabajan con presupuestos más ajustados.
Los museos de ciencia más relevantes basan el grueso de su actividad divulgativa sobre todo en el lenguaje museográfico que les es medio de comunicación propio. Y no sólo eso, sino que además investigan regularmente sobre este lenguaje a fin de desarrollarlo. Insistiendo en lo anteriormente comentado: en realidad investigar sobre el lenguaje museográfico no puede ser visto como nada excepcional si se aspira a conseguir un museo de ciencia de carácter socialmente transformador; de hecho es lo mismo que hacen también las mejores universidades, las mejores escuelas, los mejores hospitales, las mejores bibliotecas o incluso los mejores restaurantes. Claro que podríamos imaginar una universidad que solo imparta clases y prescinda de los departamentos de investigación, como también podemos imaginar un restaurante que fuera viable a base de solo ofrecer buenos potajes de garbanzos de siempre, al estilo de la abuela. En todo caso será preciso pensar y decidir explícitamente en los museos de ciencia contemporáneos y en cada caso, dónde se está y adónde se quiere llegar, y describir por activa qué papel quiere ostentar cada museo de ciencia en su comunidad en el siglo XXI.
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[1] El caso de El Bulli de Ferrán Adrià no es otra cosa que un ejemplo de intenso y sistemático I+D+i, en este caso aplicado a la gastronomía.
[2]Cabe destacar que podría llamarse igualmente I+D+i a todo procedimiento sistemático de investigación, aunque no siga necesariamente el método científico. En algunos casos el I+D+i puede estar constituido por labores de investigación relacionadas con el conocimiento artístico, que si bien no se basa en el método científico, si sigue unos modos y maneras propios de la investigación artística o estética.
[3] Algunos museos de colección siguen siendo en cierto sentido como estas tempranas películas de los Lumière, de modo que la colección es una finalidad en sí misma más que un medio de comunicación totalmente singular al servicio de diferentes transformaciones sociales.
[4] A lo largo de su historia el cine ha vivido grandes procesos de investigación (I+D+i) sobre sus posibilidades comunicativas, lo cual ha desarrollado este lenguaje y ha dado lugar a diferentes estilos y géneros. Nombres como Georges Méliès, Alfred Hitchcock o el movimiento Dogma 95, podrían ser citados a modo de reducido ejemplo.
[5] Cabría citar otros museos de este tipo como el Ontario Science Center en Canadá, abierto en 1969.
[6] Remarcar que no se refiere aquí a las tareas de investigación científica que albergan algunos museos de ciencia (sobre todo los de ciencias naturales), sino a trabajos realizados por los museístas que están dirigidos a desarrollar el lenguaje museográfico con el fin de hacerlo más efectivo comunicacionalmente.
[7] El Exploratorium ha sido ampliamente imitado en todo el mundo, aunque mayormente en los aspectos más formales. Lamentablemente, otros aspectos propios de la excelencia de este museo —como su vocación museísticamente investigadora o sus detallados programas de evaluación— no han sido tan intensamente emulados por otros museos.
[8] Trabajar en el contexto de equipos amplios y diversos no siempre es lo más rápido o cómodo, pero casi siempre es lo idóneo para obtener los mejores resultados. Viene al caso aquí recordar un viejo proverbio centroafricano: si vas solo llegarás rápido. Si vas acompañado llegarás lejos.
[9] En todo caso es preciso tener en cuenta que copiar bien tiene mucho mérito, de modo que importar cosas creadas por otros museos de ciencia precisará en todos los casos una readecuación importante, huyendo del frecuente error de pensar que lo que funciona en un museo funcionará automáticamente en otro.
[10] Cabría considerar aquí también los deliciosos trabajos de divulgación científica del siglo XIX y XX de autores tales como Yakov Perelman, Gaston Tissandier, Jearl Walker, Shawn Carlson, Santiago Maluquer, Tom Tit, Amédée Guillemin, Josep Estalella o Charles V. Boys, cuyos contenidos se siguen re-editando y re-exprimiendo en los museos de ciencia de hoy en día sin aparentemente demasiada intención de seguir investigando sobre aquello que estos lúcidos autores iniciaron hace ya bastantes años.