En la clasificación anterior faltaría un tipo de museo de ciencia: un museo educador —o también transformador— plenamente dedicado a la formación científica (entendida esta palabra en el sentido más amplio) de los ciudadanos. Sorprendentemente, esta es una misión que muchos museos de ciencia proclaman en sus códigos deontológicos cuando no dan por supuesta, aunque a la hora de la verdad no es común que se valore su grado de consecución real. Por este último motivo en particular cabría cuestionar que se trate de un objetivo verdaderamente interiorizado o que a la hora de la verdad polarice el grueso de las prioridades, recursos y esfuerzos de un museo que, no obstante, se declara como entidad con intenciones educadoras. Paradójicamente, pues, este último modelo de museo de intención inequívocamente transformadora, podría ser uno de los más infrecuentes[1]. Y a este tipo de museo de ciencia está particularmente dedicado este texto.
La definición del concepto de museo proclamada por el ICOM se ha convertido en un referente básico del sector. Es muy interesante la evolución histórica que ha visto esta definición desde su primera versión de 1946 —coincidiendo con la constitución del ICOM— hasta la actualidad. Las dificultades para obtener una buena definición de lo que es un museo podrían interpretarse como una prueba de que el museístico es un lenguaje de pleno derecho, y, como tal, resulta complicado de describir o limitar, dada su continua evolución y la amplitud y potencial de sus capacidades.
En la definición de 1946 el ICOM todavía no contempla una función o finalidad social de los museos. El museo hasta ese momento se consideraba un lugar abierto al público que alberga una colección determinada, de forma que llevaba implícita su misión en esa labor de custodia, desarrollo, conservación y exhibición de su colección. Es decir, el museo existía como un fin en sí mismo, en tanto en cuanto era sobre todo la casa de una colección (abierta al público, se especifica bien en la definición).
Hasta la definición de 1951 no se explicita qué influencia pretende ejercer el museo sobre ese público para el que abre cada día. Se mencionan entonces las funciones de deleite e instrucción como intenciones de los museos, entendidos ya como equipamientos que formulan unos propósitos concretos a conseguir en los visitantes. La definición de 1961 es más amplia y ya habla de estudio, educación y deleite, tríada de términos que se mantendrán en las descripciones posteriores como funciones del museo identificado plenamente como un establecimiento con pretensiones sociales educativas en el sentido más amplio posible. Seguramente esta idea socialmente comprometida del concepto de museo afloró con especial fuerza en el IX Congreso General del ICOM celebrado en Grenoble en Septiembre de 1971, el cual supuso un punto de inflexión en el mundo de la museología en base a conceptos en los que había influido el pensamiento de museólogos como Hugues de Varine, tales como asumir el deber de prestar un servicio a la comunidad o el de hacer del Ser Humano el sujeto museístico por excelencia.
El hecho de que la definición de ICOM pase a mencionar una serie de funciones a partir de la segunda mitad del siglo XX es especialmente relevante. Permite identificar con relativa exactitud cuándo el museo pasa a convertirse en una organización a disposición de una finalidad social, por lo que el museo pasa también de ser una finalidad, a ser un medio: esto es, una forma de comunicación[2]. Por consiguiente, además de todos los tipos de museos de la clasificación del apartado anterior, también puede identificarse un museo de ciencia como una institución permanente de profunda vocación educativa —transformadora en suma— en su sentido más amplio, que está plenamente al servicio de las necesidades intelectuales de su sociedad y que pretende conseguir sus propósitos empleando los recursos del lenguaje museográfico que le son propios. De hecho, una de las dificultades de algunos museos de ciencia contemporáneos podría radicar en que ese proceso de fin a medio no está del todo completado, de modo que los museos intentan asumir una función sobre todo formativa y comunicacional en un contexto social y ciudadano, pero empleando para ello un esquema de recursos que se corresponden con los tiempos en que no tenían o no explicitaban esa función.
Mucho más complejo que llegar a la conclusión de que en el ADN del museo contemporáneo está la intención de ser enteramente un ente educativo y socialmente transformador, es responder a la pregunta acerca de cómo educa un museo. Si aceptamos que cada leguaje autónomo tiene sus espacios, sus medios y sus recursos, entonces debemos aceptar también que el lenguaje museográfico debe tener —entre muchas particularidades— una forma de educar propia y que no precisaría importar medios de otros lenguajes para conseguir sus fines, más que si acaso de un modo eventual o auxiliar. Los activos de la experiencia museística radican en los propios de una vivencia intelectual de base profundamente emocional, fundamentada en ciertos fenómenos y objetos tangibles de especial dimensión estética, en el marco de un contexto socialmente compartido que resulta profundamente estimulante intelectualmente. Como caso paradigmático de la experiencia museográfica típica del museo de ciencia puede citarse la que se produce a nivel de uno de sus públicos más habituales: las familias con niños. En el contexto social y afectivo de la familia, la experiencia museográfica deviene una ocasión inolvidable de compartir un momento de especial relevancia intelectual y formativa entre padres, madres e hijos; un momento que seguramente se caracterizará por su trascendencia como acto social y emocional que contribuye a crear el conocimiento[3] con la conversación y el diálogo como marco referencial de este proceso[4]. Este enfoque encaja con una visión especialmente amplia del aprendizaje como toda una experiencia formativa, que estimula el interés por el conocimiento e incluso por la creación de conocimiento, que tiene lugar en cualquier parte y ocasión sin planificación previa y que no sólo se sitúa en otro plano distinto al de la formación escolar reglada, sino en muchos aspectos incluso también trasciende el concepto del llamado aprendizaje no formal[5].
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[1] En todo caso y en el marco de la planificación estratégica propia de un museo de ciencia es importante identificar explícitamente qué función o funciones —de entre todas las posibles— se adoptarán para el proyecto de cada museo en particular. No se trata de reducir la visión o posibilidades del museo, sino justamente de asegurar su viabilidad no incurriendo en contradicciones, tales como que un museo público —del que cabría esperar una función sobre todo educativa— acabe de facto dedicado al entertainment, por ejemplo.
[2] Suele decirse que los museos de ciencia son instituciones muy antiguas. No obstante, entendidas en su rol contemporáneo como medios de comunicación —más que como fines en sí mismos— y con el lenguaje museográfico como recurso propio para llevar a cabo esa función comunicadora, pueden identificarse como entidades mucho más recientes, incorporando retos profesionales nuevos y propios. Esta característica es seguramente la que mejor define al museo de ciencia contemporáneo.
[3] Un perfecto ejemplo de la llamada flow experience, usando el concepto de Mihály Csíkszentmihályi.
[4] Si se ha insistido en que el diálogo y la conversación entre miembros del grupo visitante es fundamental en la experiencia museográfica, en el caso de la familia se ve elevado a un máximo exponente: el diálogo intergeneracional.
[5] Nina Simon llama experiencia relevante a aquella que combina la información con la emoción, generando un nuevo valor añadido en el visitante.