Se llega a la madurez cuando uno recupera la seriedad que tuvo en su infancia mientras jugaba.
Friedrich Nietzche.
Cabe dedicar un breve espacio específicamente a los niños, uno de los principales públicos del museo de ciencia contemporáneo y que accede a él por dos canales: la escuela y la familia.
En la actualidad frecuentemente se pone de manifiesto una tendencia a mantener una especie de separación conceptual entre el mundo de los adultos y el de los niños. Así, particularmente en el mundo de la cultura y el ocio, proliferan espacios, productos o servicios especiales-para-niños, de modo que parece haber arraigado con bastante intensidad la dinámica de realizar versiones-para-niños de casi todo. En algunos casos, esta forma de hacer se lleva a extremos, de modo que ya no resulta extraño encontrar versiones-para-niños de cosas que serían perfectamente susceptibles de ser disfrutadas directamente por ellos, sin reinterpretaciones previas. Sería el caso de adecuaciones-para-niños de ciertas manifestaciones folklóricas locales, o también el caso de espacios exclusivos para niños en parques de atracciones[1]. Hasta cierto punto esta dinámica supone relegar a los niños a espacios supuestamente diseñados y pensados para ellos normalmente por parte de los adultos, dificultando así sus posibilidades de compartir experiencias con sus padres en particular o con los adultos en general, lo que cabe pensar sería lo ideal para el niño. En algunos casos más radicales se dejan de considerar las verdaderas necesidades del niño como sujeto de una formación integral, pudiendo así afectar incluso a su dignidad como el ciudadano de pleno derecho que es desde su nacimiento.
Estos servicios presuntamente diseñados para los niños comparten ciertas características. Normalmente se basan en ofrecer al niño una suerte de versión muy elaborada y masticada de las cosas, con la que parece ser que se pretende facilitar el acceso al niño a determinados servicios, conocimientos o experiencias, aunque por lo general las capacidades perceptivas de los niños sean muy amplias y no sea en absoluto evidente que precisen productos tan pre-digeridos. En otras ocasiones, estas versiones de todo tipo de cosas-para-niños inciden sobre todo en sus necesidades psicomotrices y consisten básicamente en ofrecerles la posibilidad de ejercitarse físicamente en un entorno controlado de marcado acento lúdico, en el que se han reducido hasta el extremo los eventuales riesgos físicos. La mayoría de estos productos están diseñados de modo que el niño participa en ellos desligado de sus padres o en algunos casos con sus padres ejerciendo unas meras labores de vigilancia o control, que por lo general se intenta que sean las mínimas. Al conocer detalles sobre los verdaderos objetivos de la oferta de estos espacios o servicios-para-niños, resulta difícil sustraerse a la idea de que, en realidad, están sobre todo pensados para ser vendidos a los adultos, con un claro trasfondo de propósitos particularmente comerciales. En realidad muchos de estos productos acaban atendiendo dudosamente las necesidades reales de los niños, pero curiosamente suelen cubrir a la perfección las necesidades de muchos padres. Cabría pensar que gran parte de este fenómeno procede de la mercantilización que la sociedad actual impone a todo tipo de productos y servicios: el marketing moderno ha identificado la figura de «el niño» con un segmento de mercado más, y en base a él ha descrito productos y servicios rentables que en realidad están pensados para ser comprados por los padres. Lamentablemente, en este empeño sobre todo comercial, pueden estarse dejando en el tintero las verdaderas necesidades de los niños.
Estos espacios, productos y servicios presuntamente dedicados a niños tienen un efecto cuando menos paradójico en la relación entre los niños y sus padres en particular o adultos en general. Si partimos de la idea de que el papel fundamental de los padres tiene que ver con conducir a sus hijos en los primeros compases de sus vidas e introducirlos en la sociedad para contribuir determinadamente a hacer de ellos ciudadanos con plena consciencia de sus oportunidades, derechos y obligaciones, en principio no habrían de ser deseables pretendidos mecanismos que, justamente, tengan el efecto de separar en estratos diferentes a niños y padres. Este efecto de separación es especialmente inadecuado cuando se verifica en momentos tan importantes como los relacionados con el desarrollo de experiencias intelectuales o culturales tales como la visita a los museos, pues estas son ocasiones que resultan idóneas para compartir experiencias vitales conjuntas entre padres e hijos, o entre niños y adultos en general.
Los niños suelen detectar lo que los adultos han creado expresamente para-niños, saben que son cosas creadas ad hoc para ellos y por lo general se interesan más por lo que es real; por aquello que no es de juguete. Seguramente resulta familiar para cualquier padre aquella frase: papá, ¿esta espada es de verdad?, pronunciada con admiración y ojos como platos por su hijo ante la vitrina de un museo, reconociendo la calidad, utilidad y relevancia de aquello que es real, frente a la versión de juguete que él maneja. Los niños saben perfectamente que las versiones de juguete por lo general han sido construidas expresamente por los adultos como un elemento sustitutivo para ellos, y también son conscientes de que lo real es siempre mejor y conceptualmente más completo. Particularmente en el caso de los productos culturales, cuando se plantea esa presunta necesidad de hacer estas segmentaciones entre niños y adultos, se suele argumentar que unos y otros tienen aproximaciones distintas a la percepción de la realidad. Efectivamente así es, aunque a partir de ciertas edades tempranas, los niños son ya muy capaces de recibir y procesar estímulos a la perfección, con una mente abierta y una gran capacidad de retención, capacidad crítica y falta de prejuicios.
Se sugiere un juego: tómese un trozo de papel e inténtese escribir qué son (exactamente) aquellos aspectos que diferencian a un adulto de un niño. Probablemente al término de este aparentemente sencillo ejercicio se comprobará que aquello que diferencia a un niño de un adulto será más bien poco y, en todo caso, el niño resultará por lo general calificado con potencialidades superiores… Resulta fácil comprender que un niño suele ser más flexible, más observador, más curioso, más espontáneo, más despierto, más atento y con menos prejuicios, por lo que es posible acabar concluyendo que, en sentido estricto y de tener que hacer algún establecimiento cultural adaptado, quizá lo que se debería construir son lugares especiales-para-adultos.
El hombre y la tierra fue un excelente programa científico-divulgativo realizado por el naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente en la década de los años 70. En su día fue seguido masivamente también por niños e incluso podrían encontrarse indicios de que generó vocaciones científicas en los más jóvenes, aunque nunca fue un programa-televisivo-para-niños, sino sencillamente un excelente programa. El caso de la playa es también profundamente paradigmático de que es posible un espacio profundamente amplio en su enfoque y que funcione a la perfección al margen de segmentaciones; algo que un museo de ciencia de intención transformadora debería empeñarse en conseguir. En la playa disfrutan por igual niños y adultos, evidentemente cada uno a su nivel y en su plano, pero gozando de los mismos elementos básicos y que entroncan profundamente con la condición humana: mar, sol, arena y viento. Los niños aman con locura la playa, y en ningún caso se trata de un espacio-diseñado-para-niños ni hecho-a-medida-de-los-niños. La visita a la playa se repite a gusto con frecuencia y resulta un lugar tan estable como sutilmente cambiante[2]. En la playa es posible encontrarse a gusto, compartir la experiencia con otras personas y a la vez sentir un fuerte estímulo por el conocimiento de los elementos que la conforman, que son intensamente tangibles e interesantes, pero a la vez no son muchos ni aparecen de forma exhaustiva: el mar, los pequeños peces y cangrejos del litoral, las características de la arena, de los vientos, de las olas… Una perfecta representación de los aspectos clave de la interactividad museográfica. El par de ejemplos anteriores quiere poner de manifiesto que en realidad hay pocos argumentos concretos para diferenciar mundos, y que uno de los desafíos culturales de estos tiempos seguramente radica en ofrecer propuestas que, como la playa, aúnen los intereses de adultos y niños conviviendo conjuntamente de forma intelectual, física y emocional, aunque naturalmente en diferentes planos de percepción[3].
La estructura de la sociedad contemporánea no siempre facilita el desarrollo de un bagaje experiencial en los niños, entendido ése como un conjunto de estímulos vitales intelectuales de valor formativo que les ayudará a relacionarse plenamente con su entorno social y medioambiental. En una sociedad que se caracteriza por un estilo de vida en gran medida urbanita y por un modelo de vida laboral muy absorbente para los padres, la televisión, el ordenador, el móvil y la consola de videojuegos ostentan a menudo una posición central en el hogar que, con frecuencia, aparta a los niños de otros estímulos que a su edad serían muy deseables, particularmente en el caso que aquí ocupa para acentuar su interés por la ciencia desde la base. Los videojuegos, Internet o las redes sociales (cosas a las que los niños pueden acceder a edades realmente tempranas a pesar de las limitaciones legales, en gran medida debido a las dificultades de los padres para compartir tiempo con ellos), son estímulos fuertemente adictivos y generan una gran dependencia psíquica, por lo que desvían con gran eficacia el interés de los niños por otro tipo de cosas quizá menos voluptuosas pero de gran importancia para su formación integral y para su encuentro temprano con la ciencia. Estos estímulos, sencillos pero de gran capacidad de influencia emotiva e intelectual cuando se verifican regularmente sobre todo en el marco familiar, quedan así sin oportunidad de manifestarse o de ejercer su valioso efecto formativo.
El museo de ciencia contemporáneo incide justamente en este aspecto, y puede ofrecer un marco perfecto para el desarrollo de experiencias conjuntas en el seno familiar; experiencias intelectuales de fuerte base emocional y con un gran valor formativo. El lenguaje museográfico emplea recursos, modos y maneras que son idóneos para una estimulación basada en proveer de vivencias intelectuales y emocionales singulares, cosas que normalmente se relacionan con aspectos muy deseables durante la infancia. No obstante, no está claro en absoluto que la oferta del museo de ciencia no contenga ya intrínsecamente las características de lo que los niños precisan, sin necesidad de supra-adecuaciones especiales de ninguna clase (salvo algunos aspectos evidentes de ergonomía).
Por otro lado, un supuesto espacio para niños en un museo de ciencia probablemente debería incidir en aquello que los niños tienen menos a su alcance desde el punto de vista experiencial, particularmente en el marco del entorno familiar, que constituye el referente vital y educativo principal de un niño. No obstante, dado que esas necesidades experienciales podrían encontrarse en muchos adultos casi por igual, se retorna a la idea de base de que este mismo propósito formulado inicialmente para niños, en realidad no está lejos de las necesidades de muchos adultos. En definitiva: si adultos y niños pueden compartir las experiencias intelectuales y emocionales propias y singulares que ofrece el museo de ciencia, y a ambos beneficia y ambos las precisan, lo más lógico sería trabajar en una museografía que no realice diferenciaciones a este nivel. Una museología científica entendida de forma holística, por lo tanto, no precisaría readecuaciones en función de edades ni segmentaciones de ninguna clase. Podría incluso decirse que una de las características de un lenguaje museográfico de calidad radicaría justamente en su capacidad para colmar las necesidades de grandes y pequeños por igual, conjunta o separadamente y sin adecuaciones de contenido presuntamente especiales para unos u otros, aunque evidentemente en distintos registros y niveles de percepción. Lo mismo que la playa[4].
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[1] Puede resultar realmente complicado compartir una experiencia gastronómica con un niño en algunos restaurantes, debido a la casi imposición que algunos de ellos hacen del menú-para-niños a base de macarrones y pollo.
[2] Y tampoco es un espacio al que no se desee volver alegando haberlo visto ya, como sí pasa con algunos museos.
[3] Particularmente en USA, existe una red amplia de los llamados Children´s Museums. Este tipo de establecimientos ofrecen una formación experiencial complementaria al entorno de la escuela y el hogar, basada en diversos tipos de experiencias emocionales e intelectuales tangibles de valor educativo, y en el que el papel de los padres/adultos/maestros por lo general suele ser parte fundamental (a pesar del nombre originalmente manejado de Children´s Museums). Este fenómeno museístico —eminentemente urbano— es de tradición realmente antigua, existiendo varios de estos museos que son centenarios, como es el caso del Brooklyn Children´s Museum (1899) o el Boston Children´s Museum (1913). Estos proyectos inspiraron otros similares en Europa como Le Musée des Enfants en Bruselas (1978), el Eureka! de Halifax, UK (1992) o el célebre La Cité des Enfants de París (1992).
[4] Muchas obras maestras del cine también se han caracterizado por su capacidad de aunar en la experiencia comunicativa a padres e hijos mucho antes que por separarlos (Mary Poppins, Walt Disney Productions, 1964).