Una característica fundamental de un museo de ciencia de intención transformadora tiene que ver con una vocación extraordinariamente abierta a sus públicos y una pretensión bien determinada de crear un producto museográfico para todos. Esta idea ya va mucho más allá de adecuar las salas a personas en sillas de ruedas, introducir rotulación en Braille o preparar las cartelas con una redacción y léxico especialmente adecuados a la comprensión por parte de discapacitados psíquicos[1]. El concepto de inclusividad parece por lo tanto más adecuado y completo, en tanto en cuanto sublima la idea de la accesibilidad, entretejiéndola con una intención bien determinada de aproximar el museo a todas las personas, buscando con ello no solo cultivar la alteridad, sino también ejercer una influencia equitativa del museo en la sociedad, convirtiendo a todos los ciudadanos —sin distinción— en beneficiarios de su acción.
Los presidiarios, escolares de localidades alejadas o enfermos (hospitalizados o no), son algunos de aquellos públicos a los que los museos de ciencia se plantean acceder en el marco de ambiciosos proyectos de inclusividad. En estos casos es ideal que esta intención inclusiva tenga como protagonista el espacio físico propio del museo siempre que sea posible. Aunque el deseo de acercar el museo a estos públicos poco accesibles puede articularse de muchas e imaginativas maneras, el gran reto en estos casos siempre radicará en aproximar a estos colectivos a la singular experiencia museográfica que solo en el museo o sala de exposición tiene su espacio propio y singular.
Uno de los problemas que a veces se presentan en museos y exposiciones es que se conciben y diseñan sin tener en cuenta las necesidades de todos sus públicos y es sólo a posteriori, con la exposición casi acabada y preparada para su producción, cuando se intentan superponer, de forma un tanto forzada y a veces in extremis, las adecuaciones necesarias para cumplir la normativa legal sobre accesibilidad, intentando que esos necesarios ajustes de accesibilidad afecten lo mínimo al proyecto original. La accesibilidad se convierte así en estas ocasiones en una especie de peaje que hay que pagar para cumplir la normativa vigente y que se intentará aplicar de forma sobrevenida a la exposición, de modo que afee lo mínimo posible la concepción inicial. Una exposición de vocación transformadora no debería tener estas características: debería ser concebida desde sus más tempranos orígenes de forma inclusiva y accesible y debería estar pensada, diseñada y construida para todos en todos los sentidos y desde sus más incipientes compases[2]. Esta intención de acceder a todos sus públicos con pasión y de forma plena, debería llegar a supeditar, si es preciso, todo lo demás: ya no solo el atractivo estético de un diseño expositivo imaginativo, sino también el desarrollo museográfico de unos u otros conceptos, independientemente de cuáles fueran las intenciones originales pretendidas por los promotores de la exposición. Para ello es preciso conocer a fondo quienes son los públicos potenciales u objetivos del museo y adecuar detalle a detalle todos los aspectos pensando en ellos. Y se insiste: no sólo los aspectos ergonómicos —los más evidentes— sino también y sobre todo los relacionados con los contenidos[3].
La adaptación intelectual de los contenidos a personas con niveles formativos limitados es uno de los aspectos en los que garantizar la inclusividad de las exposiciones seguramente es más importante, y no obstante frecuentemente no es bien atendido[4]. Ciertas exposiciones ofrecen contenidos e interpretaciones museográficas de un grado de complejidad o abstracción tan elevado que muy difícilmente pueden acceder a ellos gran parte de sus públicos. Se trata de elementos museísticos que a veces parecen creados explícitamente para personas de buen nivel intelectual o incluso para expertos en la materia de que se trate. Por supuesto que todo esto parece perfectamente adecuado en el caso de que el principal público objetivo que se haya identificado en el museo esté compuesto por expertos en esa materia, pero no tiene mucho fundamento si no es el caso[6]. Esto no significa en modo alguno que no se puedan proponer en el museo de ciencia contenidos de cierto nivel que requieran un especial esfuerzo por parte de los visitantes a fin de plantearles un ejercicio de crecimiento intelectual, pero siempre deberán estar cuidadosamente trabajados y verificados museísticamente para que, en efecto, se produzca esa pretendida asunción eficaz de los mismos por parte de todos los públicos objetivos del museo y de forma adecuadamente equitativa. Se produce la aparente paradoja de que el principal esfuerzo para asegurar un desarrollo intelectual asociado a la experiencia museística, será primero labor de los museístas antes que de los visitantes[7].
En lo tocante a los museos de ciencia —cuyos públicos son especialmente diversos— esta vocación de trabajar por asegurar siempre unos altos niveles de inclusividad puede resultar una tarea especialmente ardua, pero ese extra de esfuerzo seguramente es el precio que paga un museo de ciencia contemporáneo por el lujo de interesar a públicos tan variados. En todo caso es importante tener en cuenta —en el trabajo museográfico y en todas sus fases— la naturaleza profundamente social de la visita a un museo de ciencia (que suele verificarse en grupos humanos muy concretos), a fin de orientar todo el proyecto museográfico pensando en el visitante como un concepto colectivo y rara vez individual.
Además de la inclusividad física e intelectual, podría hablarse de otra dimensión: la inclusividad social. Los museos de ciencia no solo deben permitir el acceso físico y el acceso intelectual a sus instalaciones y contenidos, sino también deben crear puentes para el acceso de los diferentes agentes del exterior a sus mecanismos de gobierno, demostrando con ello una verdadera porosidad social que asegure una plena conexión con la comunidad a la que se debe. Entidades con ideas para el museo, personas privadas con propuestas, organizaciones que planteen colaboraciones, maestros con interés en colaborar… El museo debe disponer de un conector de entrada en su estructura que permita que este tipo de relaciones sociales puedan verificarse y prosperar, y de este modo garantizar el desarrollo de la necesaria complicidad y proximidad que el museo de éxito debe mantener regularmente con su comunidad[8].
A partir de este último concepto superior de inclusividad social se podría llegar a conectar la idea de la inclusividad con el fenómeno de la participación anteriormente tratado, tal como sugiere el esquema a continuación:
Niveles de la inclusividad en el museo de ciencia contemporáneo.
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[1] Los aspectos de ergonomía hoy en día son ya son totalmente indiscutibles y cualquier proyecto de exposición o museo que pretenda alguna relevancia o penetración social deberá estar perfectamente adecuado a aspectos básicos tales como personas en sillas de ruedas, invidentes, personas mayores o a la altura de los niños, todo ello independientemente de que la legislación al respecto lo exija o no.
[2] Es habitual una tendencia bastante acusada en la conceptualización de las exposiciones a recurrir prioritariamente al sentido visual. Probablemente una de las primeras medidas para el desarrollo de una exposición para todos, sea plantear otros canales perceptivos, tales como los recursos hápticos, acústicos u olfativos.
[3] Una exposición inclusiva y bien adaptada se podría caracterizar porque resulta complicado identificar las adecuaciones de accesibilidad como elementos aislados, ya que están perfectamente integradas en una experiencia pensada para todos los públicos (Ejemplo: aquellas piezas tocables que se preparen para adecuaciones tiflológicas —para invidentes— en las exposiciones, pueden plantearse para ser ofrecidas a todos los públicos. De esta forma, tocar ciertas piezas puede pasar de ser una adecuación tiflológica a un nuevo e interesante recurso háptico o sensorial al alcance de todos los visitantes, aun no siendo invidentes).
[4] No se refiere aquí sólo a personas con discapacidades psíquicas, sino a todas aquellas personas que tienen una formación o unos recursos intelectuales limitados. Estas personas configuran un colectivo que cuesta atraer a los museos, a pesar de que paradójicamente conforman una de las tipologías de público que más precisarían del impacto del museo.
[6] En ocasiones no se tienen lo suficientemente en cuenta los verdaderos niveles de cultura científica. A veces se aspira en los museos de ciencia hablar de cosas como el ciclotrón, cuando aspectos tales como los fundamentos científicos del funcionamiento de una olla express apenas se conocen popularmente. Los resultados de los estudios realizados en ciudadanos sobre su nivel de cultura científica, suelen sugerir a los profesionales de los museos asumir planteamientos dirigidos a empezar por lo más básico.
[7] Uno de los motivos por los que personas con capacidades intelectuales o culturales limitadas no acuden a los museos, puede tener que ver con el hecho de que sientan una muy legítima frustración por no poder acceder a la comprensión de los contenidos. Quizá en este aspecto radican algunas de las claves de las habituales dificultades para atraer a los museos a los estratos de población menos favorecidos cultural y socioeconómicamente.
[8] El museo de ciencia transformador debe conocer a fondo su entorno; el ecosistema de organizaciones e iniciativas de divulgación científica que le rodea. La intención de base es no sólo mantenerse íntima y adecuadamente integrado en su contexto, sino trabajar por ocupar su espacio propio, creando los servicios que no existen (intentando innovar en aquello que le pertoca), y a la vez evitando duplicar los que ya existen o son más propios de otras iniciativas (en este caso intentado colaborar con ellas). En la mayoría de las ocasiones, el museo de ciencia transformador llegará con naturalidad a la conclusión evidente de que su espacio propio radica justamente en hacer cultura científica a través del producto de su lenguaje específico: la exposición.